XXVI
Nuestras conversaciones se parecen ya muy poco a una conversación. Son cada vez más agresivas, y cada vez se necesita menos para que alguno levante el tono de voz. Sorpresivamente, las discusiones así parecen más ricas que las conversaciones lentas y placenteras.
No
sé cómo saltamos esta vez. Creo que en algún momento él hizo algún comentario
despectivo sobre Argentina, en el que no debí entrar. Primero, porque como acto
patriótico, viniendo de un emigrante precoz, está poco justificado. Y segundo,
porque claramente afecta a sus propias relaciones con la emigración, que son
heridas no cicatrizadas. En todo caso, no respondí nada excesivamente
confrontativo, pero mi tono ya era de reproche. Entonces él tensó el tono. Por
lo que yo lo tensé más. Y así fuimos.
En
algún punto de sus maniobras hostiles hacia nuestra tierra natal, reentró, como
por la puerta trasera, el tema de la barbarie. Lo calificó de país de bárbaros.
Yo, europeo convencido, y aunque sé que para él no es un término tan despectivo
(son mucho más despectivos, y en eso coincidimos, términos como “cipayo” o
“yanqui”), tuve que sacar a relucir las bondades culturales de Argentina.
“Que
no. Se trata de un país de bárbaros. Nada de Parises del nuevo mundo ni de
crisoles de culturas, ni de complejidades de tangos en segundas, sextas,
novenas o vigésimocuartas. Nada de milongas. Este es el país de Borges” dijo,
provocativamente, “el país de los gauchos y los cuchilleros”. “Pero eso es
folklóre” refuté. “Eso es realidad histórica: un país sin ley” contrarefutó.
“Histórica. Fue el país sin ley” contracontrarefuté. En algún punto me dominó.
Ya no me dejó hablar.
La
ley del cuchillo, la ley bárbara, la ley sin ley. Sin escritura. La argentina
que se fundó sobre las relaciones duales. Entre un hombre y otro. Entre un
gaucho y el otro. Entre aquellos que sólo saben leer los signos que insinúa su
montura y el cielo infinito de la pampa. Una ley sin ley pero ley al fin y al
cabo, ley tácita, que descansa en la confianza en la palabra del otro, y que se
sustenta en último término, en solventar la pérdida de confianza en esta
palabra mediante el duelo a muerte, a facón descubierto. “Duelo que sirve para
resarcir de una injuria, pero además para restaurar la palabra del otro. Pues
en el duelo sólo se miden los valientes, los corajudos. En esa sociedad
bárbara, la virtud suprema es el coraje. Luego no se desconfía del que se
presta al duelo.” Duelo, según Dante, no hegeliano (puse muchas objeciones a
esta tesis suya), pues nadie intenta el reconocimiento suyo en el otro, sino
que ambos se reconocen en el duelo, como el mismo hombre: el hombre valiente. Y
puso el ejemplo de varios duelos que se detuvieron antes de la conclusión
inevitable. En estos los combatientes terminaban de alguna suerte hermanados
por ese duelo, y se dedicaban alabanzas de su valor y su destreza en el
combate, muchas veces mediando una invitación a un asado. “Es un duelo enteramente
dialógico: pues implica a la vez un odio y una fraternidad amistosa en el
coraje. Lo que hace de su estructura una estructura paradójica, y de la
relación entre ambos combatientes una relación con un matiz de infinitud. No,
como dice Derrida a propósito de la amistad aristotélica, la infinitud del
hombre genérico, del hombre en general, en una suerte de amor basado, a la
estoica, en la oikeiosis, sino la infinitud de una ambivalencia indecidible,
cuyo tiempo para comprender viene signado por la estocada final, que decide
siempre positivamente.”
Acabó
el monólogo con esta reflexión, que debo reconocer a mi pesar que me gusta
bastante. “La estructura ambivalente amigo/enemigo puede traducirse en una
suerte de plenitud que toca, en el instante, al duelo. La cual puede
confundirse con la felicidad, como de hecho Borges la confunde muchas veces.
Nada más evocador de esto que la imagen final que Bioy le propone a El sueño de los héroes. Y, sin embargo,
pocas imágenes más lúcidas en cuanto a la insuficiencia de este reconocimiento
y dualidad que aquella con que Borges clausura el Martin Fierro “No era nadie.
Mejor dicho, era el otro: había matado a un hombre y no tenía destino sobre la
tierra.” Pues el instante de la lucha no reconcilia al luchador con la
realidad, en cuanto no apunta a nada sobre lo que hacer la reconciliación. La
estructura dialógica seguirá operando en cuanto la síntesis está dada en la
muerte. Vencedor y vencido se confunden, en tanto no hay vencedor propiamente,
sino superiviente. ¿Pero quién? Brillantemente sintetiza Borges la desnudez del
duelo en la reducción al absurdo que supone El
otro duelo. En cuanto al superviviente efectivo, podría aducirse que quien
sobrevive al duelo es el superviviente. Pero la supervivencia implica una
especie de muerte, puesto que la esencia
del que sobrevive pertenece a la muerte del sobrevivido.”
Una
vez hubo acabado, creo que lo supimos los dos, no sin cierto embarazo, no
teníamos más nada para decirnos. Nos fumamos un cigarro en completo mutismo, y
al cabo de un rato corto me fui, sin mediar palabra.

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