IX

 Sigo con mi relectura de El Aleph. Bien que voy alternándola con mis cuentos favoritos de Ficciones, por lo que debería decir que sigo revisitando, de manera caprichosa y fortuita, la obra de Borges. “Ficciones, he ahí un título tranquilizador” me dijo alguna vez Dante. Y debe ser cierto, porque encuentro cierto terror en los cuentos de Borges, un terror que no me provoca ninguna de las páginas de un Lovecraft. Quizás porque Lovecraft fuerza su imaginación hasta el desfallecimiento, mientras que Borges la limita a un juego de identidades simples. En Historia del guerrero y la cautiva (último cuento que he leído) no puedo dejar de imaginar con vívido horror la escena final, con la india tirándose al suelo a beber la sangre de la oveja degollada. El narrador duda: “No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo.” No puedo evitar ponerme en el lugar de la abuela Borges, viendo a aquella mujer, inglesa como ella, nacida en Yorkshire, representante universal de la cultura y la modernidad, reducida a la expresión más salvaje posible. ¿Qué habrá sentido? Un escalofrío, luego quizás una excitación y finalmente un escalofrío renovado, aún mayor que el primero, el cual hace orilla sobre algún pensamiento abismal.

En el cuento, Borges iguala la transformación de la inglesa en india a la de un guerrero germano que cambia de bando y lucha junto a los romanos de Rávena. Borges traza el paralelismo entre dos historias de lo más dispares que se pueda encontrar y, sin embargo, la identidad entre ambas historias apenas necesita de ningún artificio para funcionar. Ninguno de los dos llega a comprender qué es lo que los impulsa a este cambio, y ambos cambios son vividos en cada caso como conversiones. La barbarie de la historia de la cautiva no es diferente a la civilidad del guerrero desde el juego de identidades. “La barbarie” había sentenciado Dante en una de las conversaciones que tuvimos sobre el tema “es un tipo de alteridad. El bárbaro siempre es el otro.” Más allá del relativismo entre culturas, que mi europeísmo de inmigrante convencido (yo también debo ser a mi manera un converso) me fuerza a rechazar, creo entrever en esa imagen final que es, en el cuerpo de la cautiva, “desafío y signo”, una legibilidad, un entendimiento no posible, sino necesario, de la abuela de Borges para con la india. La india marca la distancia entre ambas, que la abuela debe reconocer no en la india, sino en sí misma. De la misma forma, al ver al germano, del cual nada en el relato nos permite suponer que hubiera dejado de ser lo que era, un bárbaro, con los modales de un bárbaro y sus usos y costumbres; al ver a alguien así, como Droctulft, los ciudadanos de Rávena no podrían hacer sentido sino una distancia y extrañeza infinitas entre la causa que abrazaban –salvar al mundo “civilizado”– y la imagen que tenían de este mundo.

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