XI

Nueva conversación friccionada. Dante estaba insoportable. Creo que se pone así cuando extraña. Supongo que debe ser natural. Yo llevo mucho más tiempo aquí. Él apenas lleva unos meses. No se ha adaptado aún. Emigrar no es sencillo. Yo llevo, ¿cuánto llevaré?, serán ahora once años. Él apenas unos meses. Quizás ya haya cumplido el año. Y no es lo mismo venir de adolescente lo que emigrar como adulto.

Me parece que vino por alguna mujer. Y por la situación económica, claro está. En cualquier caso, la mujer no funcionó (creo: no hablamos mucho de nuestra vida privada) y su situación económica tampoco mejora. No ha conseguido trabajo aquí, y apenas sale de casa. Se pasa el día leyendo (dice). Cuando se aburre mira la tele de allá, de Argentina. No suele hablar con sus familiares ni con los amigos que le quedaron del otro lado del charco. Aduce que le resulta engorroso, pero también sería increíble que se le hiciera difícil ya no sólo mantener una charla que se parece siempre un poco a una conversación con un fantasma, sino simplemente responder a la pregunta de rigor, formal y anodina, acerca de cómo está. Pregunta que se clava en la culpa del emigrante, su paradoja constitutiva: “emigré para estar mejor; y no estoy mejor”. Por eso tal vez no hable. Por eso y por una costumbre de soledad. Emigró sólo. O con la mujer, o la mujer estaba aquí esperándolo, o era de aquí, no lo sé. Pero en cualquier caso eso no salió bien, aunque no cuente nunca por qué, y lleva aislado desde que lo conocí en la librería. No ve a nadie más que a mí y a su casero. Nos juntamos por la tarde, día sí y día no, en la habitación que alquila. Con su casero se toma un café por la mañana; el casero lo invita y Dante tiene entonces la deferencia de escuchar algún monólogo sobre móviles y tecnología, que es en lo que ocupa su curiosidad el hombre cuando no está trabajando en el bar.

Quizás sea por ese aislamiento que se ponga así de insoportable a veces. A lo mejor ya no repara en lo que exige la relación con otra persona. No ser absolutamente transparente en los humores. Tengo la sensación de que no siempre me registra como una persona real: como si no fuese más que una proyección de su cabeza. Pero seguramente sean las idas y venidas normales en estos momentos. Emigrar es duro. Más debe serlo a esta edad. Se pierde todo y se lo debe volver a ganar. Y uno no entiende, hay muchas cosas que uno no entiende. Las costumbres, las maneras, el idioma. Entiendo que esté insoportable a veces. Porque uno no entiende. Y uno tiene que rehacer todas sus relaciones con la realidad. Y los espacios. También los espacios. Uno pierde la medida hasta de las distancias y las calles. Se le distorsiona todo a uno y uno tiene que recalibrar toda su realidad y también sus distancias y uno tiene como que forjar un mapa nuevo de su entorno. Apropiarse de los espacios.

Tengo recuerdos de las distorsiones que padecí los primeros meses. Recuerdo en especial alguna avenida menuda, que después siempre me parecería demasiado estrecha, cuyo cruce de peatones se me mostró la primera vez como un abismo inmenso. Cruzar esa calle y cruzar un océano me semejaron, por un instante, actos intercambiables. Es como si el emigrante estuviese renovando su migración a cada paso.

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