XXII

 Hay dos obsesiones de Dante que no acabo de comprender: la fascinación por lo misterioso y esa suerte de relación ambigua e incomprensible con Dios. Respecto al misterio, prefiero no entrar: las inflexiones más rígidas, aliteradas y pedantescas brotan a borbotones de su voz cuando le fluye una frase que sabe va a morir en el misterio. No creo que sea un culto por lo inexplicable: más bien una necesidad de sabelotodo. Explicar aquello que no sabría explicar. Lo de Dios, en cambio, es algo distinto. No sólo por esa forma ambivalente de considerarlo como un cristiano considera a su Dios y de un momento a otro considerarlo como el mal absoluto, o un enemigo fatal. La habitación de Dante guarda las huellas de un pasado cristiano, del que Dante nunca habla, en forma de estampitas, rosarios y alguna cruz escondida en los cajones.

En alguna ocasión he intentado hacerle hablar de ello, con alusiones e indirectas. Su protocolo habitual aquí consiste en encogerse de hombros y cambiar de tema. A veces, simplemente ensaya mentiras flagrantes a modo de evasión (demás está decir que Dante tiene un gusto particular por la mentira; basta con remitirse a su nombre propio). Hoy, en cambio, he abordado el tema de manera directa. Para mi sorpresa, no eludió mi pregunta. “Supongo que debería retrotraerme a mi adolescencia. No lo sé: me parece que en algún momento de mi infancia creí, ignoro en qué. En algún otro momento, ya de mi adolescencia, me di cuenta que podía, o me hubiera sido fácil, creer en un Dios imparcial. Pero un Dios personal, parcial, como el cristiano, era otra cosa. En el Dios de Kierkegaard podía creer solamente en rebelión constante contra él. Odiándolo y amándolo a la misma vez.”

Comentarios

Entradas populares de este blog

VIII

XXVI

XIV