XXV

 Curiosidades de un diario: uno escribe para sí y, aunque se someta a alguna clase de rigor literario y guste de adornar ligeramente las entradas con algún que otro detalle, luego se da cuenta de que cosas en cierto sentido banales, pero en otro importantes, no las escribe hasta que nota su ausencia o algo extraño irrumpe en ellos.  En eso el diario es menos cercano a la literatura y más a la vida. No ignoro que vuelve a acercarse a la literatura en el modo de escribirlas. Porque uno les atribuye una importancia de una categoría que sin el diario no tendrían (este suceso merece estar consignado en el diario). Lo cual es igual de literario que presumir que Swann, si fuera un hombre de carne y hueso, y no un personaje de Proust, se enamoraría de Odette en el momento en que se le volviera esquiva la cita que antes Odette siempre le facilitaba.

Me doy cuenta de que en ningún lugar he descrito la especie de rito que tenemos Dante y yo en nuestras reuniones. Y eso que es bastante peculiar. Nunca me abre él la puerta. Siempre es su casero. Hombrecillo entrado en años, de espalda encorvada y una sonrisa cálida debajo de unos ojos hundidos en desvelos y pantallas. Dante me suele esperar apoyado en la puerta de su habitación. Cuando me acerco lo suficiente me hace una reverencia, que supo ser exagerada y jocosa como parte de una broma en algún momento y ahora es lenta y solemne al compás de la mecánica de una rutina.

Hoy no me ha abierto nadie. O bueno, no sé quién me ha abierto. He picado al telefonillo y me han abierto sin ninguna palabra de por medio, y al llegar a su planta me he encontrado la puerta abierta. Dante estaba en su habitación, sentado frente a su pequeño escritorio, tensionado sobre una presa: un papel prácticamente en blanco, con unos pocos garabatos de difícil lectura en el margen izquierdo. Ha seguido en la misma postura un buen rato, mientras respondía con monosílabos a mis torpes intentos de iniciar la conversación. Al preguntar por el casero, me ha dicho que ya no se hablan. Hizo caso omiso cuando inquirí el motivo. No he querido insistir. Se podría decir que no hubo conversación. Cuando se rindió contra la hoja en blanco, no se giró enteramente hacia mí, sino que clavó su mirada en la pared, y se tiró un buen rato canturreando unos versos. Iban más o menos así:

            Le cruzan el rostro, de estigmas violentos

Hondas cicatrices, y tal vez le halaga

llevar imborrables adornos sangrientos:

Caprichos de hembra que tuvo la daga.

 

Me fui al darme cuenta que esa sería la tónica de toda la tarde.

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