XXVII
No sé por donde comenzar. Me ha costado un tiempo y un par de tazas de té calmarme. Preferiría no tentar a la suerte, no volverme a exaltar, así que empezaré por esta mañana.
El
jardín de los senderos que se bifurcan. Ese cuento ha tocado esta mañana. El erudito y el
descendiente del escritor chino que aquel estudia, el libro y el laberinto. De
todos los cuentos de Borges, tal vez sea el que mejor hilvane las tres
tipologías de cuentos de Borges: los fantásticos, los policiales y los de
cuchilleros. Identidad y desplazamiento aparecen aquí, mucho más claramente que
en Emma Zunz, en su disposición de ambivalencia entre dos polos. “El
jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola,
cuyo tema es el tiempo […] A diferencia de Newton o Schopenhauer, su antepasado
no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos,
en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y
paralelos. Esa trama […] abarca todas las posibilidades. No existimos en
la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no
usted; en otros, los dos. […] – En todos –articulé no sin un temblor– yo
agradezco y venero su recreación del jardín de Ts’ui Pên. – No en todos
–murmuró con una sonrisa–. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia
innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.” El cuento es un jardín de espejos y paradojas.
El protagonista mata al erudito de la misma forma azarosa en que muriera su
antepasado. Ts’ui Pên muere antes de terminar su libro, que es un jardín y un
laberinto, el erudito antes de revelarle ese laberinto al mundo, que era su
misión, y quién sabe si, al igual que en el cuento de Tlön, revelarlo era
también sembrar otro laberinto. El protagonista mata para cumplir con su misión
de espionaje y demostrar que es capaz de someterse a la disciplina militar
europea, exponer un linaje culto y civilizado. Pero mata al único que podía
restaurar el buen nombre de la familia: el erudito que hubiera podido limpiar
el buen nombre de Ts’ui Pên: que en las medianías de su vida anuncio su retiro
de la vida pública para cultivar una novela “populosa como el Hung Lu Meng”
y construir un laberinto “en el que se perdieran todos los hombres”, del cuales
nadie encuentra rastro a su muerte; el embustero había dejado apenas un
manuscrito casi ilegible. Casi cada dato del cuento tiene su contrapunto, su
contrario o su espejo. El laberinto que propone el erudito Stephen Albert, de infinitas
temporalidades distintas, en las que suceden infinitos hechos distintos, es la
contraparte del verdadero laberinto: la repetición. Así, se lee al final de
cada capítulo el mismo adagio, presente “como un mandamiento secreto”. La obsesión
por el tiempo de Ts’ui Pên no pregunta por las infinitas variantes, sino por
como es posible que cualquier realidad imaginable resulte a la postre en el
mismo acontecimiento. Reza el adagio: “Así combatieron los héroes, tranquilo
el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir”. “Esa
trama […] abarca todas las posibilidades”.
Me
impacta en este cuento la figura de Stephen Albert. Son muchos los cuentos, y sobre
todo sucede en los cuentos detectivescos, en los que un extrañamiento, ya sea
por un desconocimiento o el contacto con algo extranjerizante, es lo que
permite a los personajes un acceso a la verdad. Una escritura
desconocida permite por defecto
su hallar una verdad esencial sobre uno mismo al descifrarla; importa poco que
se trate del chino para un inglés o de los signos intuidos en la piel de un
tigre para un mexica. Pero quizás esta impresión tan viva tenga
algo más que ver con un sentimiento de actualidad.
Otra
cosa que me impacta es el tratamiento de síntoma que el cuerpo tiene. Si en Emma
Zunz el papel del cuerpo es mucho más visible, aquí tal vez siendo más
sutil es más claro. Pues no se trata de los desplazamientos que opera el
protagonista sobre su cuerpo, sino la repetición de los motivos de la obra, si
el motivo de la obra es la repetición, el cuerpo del protagonista repite un
mismo escalofrío, y hace de repetidor de los motivos que prefiguran el crimen que
piensa cometer. Y una vez cometido, el cuerpo acusa un cansancio infinito. De
la misma manera que en los cuchilleros el cuerpo debe lucir las heridas como la
prueba de las inflingidas por él a otros cuerpos, aquí el cuerpo queda sometido
a un estado de cansancio febril, que es la contracara del disparo en que gastó
toda su fuerza.
Cambiando
ya de tema. Lo de Dante: he subido por la escalera de su edificio en penumbras.
Es una finca antigua, en las primeras plantas escasea la luz, los giros
abruptos y la escalera estrecha no contribuyen a la iluminación. Tras un giro, estaba
ahí. Tenía el rostro enajenado. Las mandíbulas rígidas y desplazadas de su eje,
los ojos bien abiertos, un tic nervioso titilando sobre la carótida. Un
claroscuro le cruzaba la cara y provocaba un efecto aterrador. Di un paso hacia
atrás, presa del miedo, y por poco tropiezo en caída libre. No sé si me
esperaba o no. Serenado, pensé que era una especie de broma: Rogozhin esperando
al príncipe Myshkin en la escalera. Pero no parecía reconocerme. Lo llamé por
su nombre en vano. De pronto, me lanzó una mirada furibunda. Acto seguido bajó
la vista. Reconozco haber sentido miedo. Seguí llamándolo, sin respuesta. Luego,
en el silencio del rellano se hizo oír un pequeño susurro que tarde en
reconocer. Era Dante. Tardé un buen rato en entender lo que decía. Repetía una
y otra vez “somos bárbaros”. Obsesivamente, casi como un mantra. Entonces levantó
la vista y me cogió por los hombros, apretando fuerte. No me miraba a los ojos.
Miraba a mi pecho. Logré zafarme y salí corriendo. Le escuché gritarme algo
ininteligible mientras me perdía por el portal.
No
sé muy bien qué fue eso. Sí que es cierto que no se lo notaba bien últimamente
y estaba bastante agresivo. Pero no sé qué demonios fue eso. Ni quiero
pensarlo. Al menos no ahora.
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