XXVIII



No he vuelto a ver a Dante desde esa última vez. Sí que he llegado a saber algo de él a través del casero. Ha tenido algún tipo de brote. No me ha dado mucha más información; sólo que ya no vive en el piso y que en los últimos tiempos venía con cojeras o con los brazos magullados, detalles que en la estrechez de su habitación yo no lograba apreciar. Él le decía que se resbalaba en la escalera, que no era capaz de calcular bien los peldaños, pero su casero sospechaba que andaba metido en peleas. 

Esto, anotado así, parece casi un excurso inverosímil, un cierre de una pobreza extravagante a una novela barata. No era mi objetivo terminar así este diario. Pero tampoco tengo ganas de continuarlo una vez pasado esto. No hay razón para continuarlo, ni tampoco tenían más pretensión que una suerte de apuntes personales. Si tuviera que buscar algún giro, algún cierre decente, quizás debería modificar algo los apuntes, falsear lo que me interesaba en mis charlas por mor de una continuidad. Volver a la primera entrada y desde allí consignar las lecturas en alto de poemas. La dicción extraña de Dante, mis perplejidades para con algunas lecturas, nuestras desavenencias. O volver a la idea de barbarie. No sé. Creo que en alguna de nuestras charlas me habló de los lectores desheredados. Los lectores bárbaros, los que leen de forma peligrosa y para los que leer es peligroso. Los que ven lo real en todo lo que leen, pues no tienen una tradición que ampare su imaginación. Lectores de goce, que no pueden refugiarse en el placer. Sería falsear un poco el recuerdo de un amigo. No sé si debería dejarlo así, tal cual, con esta frase dejada a medias, o cerrarlo con un epitafio (no, eso no: sería de muy mal gusto), o bien con las últimas palabras de Dante de las que creo que sabré, las que el casero entendió, entre la maraña inarticulada de expresiones que gritaba mientras se marchaba del piso: “¡Lo he olvidado! ¡He olvidado todo!”

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