I
“No sabemos leer.” Me miraba un tanto extrañado. Estábamos rodeados de libros. “No sabemos leer.” Repetí con énfasis. Me sorprendió mi determinación; por un instante me sentí como una suerte de paradoja imbécil. Dante bajó el cigarrillo. “¿Cómo que no sabemos leer?”. Dijo incrédulo. “Eso, que no sabemos leer. Leemos, pero no sabemos”. Dante tenía a veces esas miradas de condescendencia que hacían honor a su nombre, justo cuando iba a proferir una verdad elemental y reducirlo a uno a algún círculo del infierno. Dejó reposar unos segundos sus palabras en el silencio. “Pues justamente por eso leemos” aseveró al fin. Apenas alcancé a balbucear, a modo de respuesta, la pregunta de cómo era entonces posible que leyéramos. “Sartre tampoco sabía leer y eso no le impidió ser un lector empedernido” despachó con indiferencia. *** Se me olvidó, en mi azoramiento, explicar aquello a lo que me refería exactamente. Por azar, encontré aquella mañana un artículo, misma mañana en que me dio ...